jeudi 5 janvier 2012

entrevista exclusiva a cesar aira Retrato del escritor genial en pose de distraído

Pese a que la editorial Mondadori viene ofreciendo volúmenes en los que se reúnen tres o más obras que aparecieron originalmente separadas, la mayor parte de sus libros circula dispersa entre varias editoriales, muchas de ellas de difícil acceso. ¿No le preocupa la dificultad que esta dispersión supone para sus lectores?
—No, no me preocupa. Al contrario: me preocuparía aparecer ante mis eventuales lectores como un producto, como algo que se ofrece y se publicita y se le acerca al consumidor. Algo de eso pasa, es inevitable, porque los editores tienen que hacer su negocio. Pero compenso con las pequeñas editoriales independientes, gracias a las cuales consigo mantener oculta una parte de mi obra. Un poco de misterio no le hace mal a la literatura. Como lo sabe bien cualquier lector, un componente importante del placer de la lectura es encontrar al fin el libro, es decir haber salido a buscarlo, por iniciativa propia del deseo o el capricho. Si te lo traen a tu casa, es como si valiera menos. Además, me gusta esa cortesía del libro, de saber esperar a su lector, si es necesario durante muchos años.
—Da la sensación que la dispersión editorial se relaciona con el gusto por los personajes viajeros; incluso en las novelas con pocos escenarios, hay un movimiento constante: en “Las conversaciones” (2007), por ejemplo, el protagonista insomne recrea desde el lecho una conversación que le lleva de Hollywood a Ucrania, entre suposiciones y escenas de película.
—No lo había notado, pero sí, hay una cierta inestabilidad en mis personajes, no sólo por su movilidad tempoespacial sino también por la reconfiguración que van sufriendo a lo largo de la novela. Supongo que se debe a que no construyo psicológicamente a los personajes; los hago apenas instrumentos de la historia, y como las historias de mis novelas las voy inventando a medida que las escribo, y cambian de rumbo todo el tiempo, es inevitable que los personajes se transformen todo el tiempo (y estoy convencido de que en la vida real pasa lo mismo).
—Varios protagonistas de sus novelas se llaman César Aira: un niño que se refiere a sí mismo en femenino en “Cómo me hice monja” (1993), un médico paranormal en “Las curas milagrosas del doctor Aira” (1998), un sabio loco escritor en “El congreso de literatura” (1997), un escritor de libros de autoayuda en “La serpiente” (1998), etc. ¿Estas mutaciones de la ficción tienen algo que ver con el movimiento y la dispersión de que hablábamos antes?
—Hay muchas cosas en mis libros (casi todas, o todas) que no puedo explicar. Me temo que a los escritores más que el sentido nos importa el sonido, o en todo caso el sonido del sentido. A veces invento una explicación a posteriori. Por ejemplo en Las curas milagrosas del doctor Aira, que el protagonista tenga mi nombre indicaría que hay algo así como una alegoría mutua entre escritores y curanderos. (Pero esa novela la escribí muy en serio, como un exorcismo, para un amigo que estaba enfermo y murió poco después.) A veces se me ocurre una explicación en medio de la escritura, y entonces me dedico a sabotearla desde adentro y por anticipado.
—A menudo sus novelas acaban con unos finales tan espectaculares como desconcertantes. ¿Podrían considerarse también como un sabotaje de todas las páginas precedentes?
—Siempre creí que los finales precipitados y poco elaborados de mis novelas se debían a la pereza, al aburrimiento, a las ganas de terminar de una vez para empezar otra. Algo de eso debe de haber, porque para mí todo el placer de escribir una novela está en empezarla, en partir a la aventura, lleno de esperanzas. Lo ideal sería dejarlas inconclusas. Pero hay un modo de darles un buen fin: detenerme antes del último capítulo o el último episodio, y planearlo como una pequeña novelita completa en sí. Lo probé en Parménides, y salió bastante bien. Aun así, no volví a usarlo y reincidí en mis finales malos. Es que un buen final contribuye a hacer de la novela un producto, un resultado de un trabajo bien hecho. Y yo quiero mantener abierto el proceso. Salvo que esto sea una excusa para justificar la pereza y el desgano. Pero soy bastante sincero cuando digo que no me gusta que el lector termine el libro poniéndose en juez y me absuelva, o en profesor y me ponga una buena nota. Prefiero que me juzguen por mí, por el escritor que soy, y no por los libros que escribo.
—Perinola, el protagonista de “Parménides” (2006), se enfrenta a un proyecto, que se detiene durante años en los preliminares, hasta que halla un procedimiento y escribe. ¿En qué consistiría la oposición entre proyecto y procedimiento? ¿Tiene relación con esta preferencia por el proceso antes que por el resultado?
—Durante una época, hace unos veinte años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las obras se hicieran solas, que “la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”, y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto, nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna verdad útil. Tampoco estoy tan seguro de la superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en la práctica me da la impresión de que ese arte “process oriented” que ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he escapado de ese peligro.
—Da la sensación de que el “Diario de la hepatitis” (1993) refleja una crisis deliberada sobre el sentido de su escritura, ¿se trataría, de ser así, de un experimento para huir del peligro que significaría seguir un proyecto?
—Yo diría que la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres componentes del estado normal de un escritor. Lo que dijo Horacio es cierto e inescapable: como la literatura no tiene ninguna utilidad, su única razón de ser es que sea buenísima. Y aun si nos convencemos de que estamos agregando otro autor buenísimo a la lista, ¿quién lo necesita? Ya hay demasiados. Por suerte, hay una cierta edad en la vida en la que eso deja de preocupar.
—En “Los dos payasos” (1995), los protagonistas escenifican en el circo un chiste harto conocido que, sin embargo, provoca la risa del público. Las explicaciones y digresiones del narrador logran, además, que el lector no padezca los inconvenientes de la repetición. Al contrario. ¿Es un ajuste de cuentas con quienes le acusan de repetitivo, de transitar por motivos similares –finales catastróficos, sabios locos, miniaturas, la sonrisa seria, anacronismos, pastiches, indolencia, etc.– aunque muten de un libro a otro? ¿Tiene algo que ver, además, con su crítica a la búsqueda del efecto en la literatura?
—No me molestaría repetirme, quizá me tomarían más en serio. He notado que la limitación a unos pocos temas y procedimientos funciona como una garantía de seriedad e importancia. Tener un solo tema y escribir siempre lo mismo lo pone a uno en el camino al Premio Nobel. Esta novelita de Los dos payasos creo que tuvo algo de desafío técnico, de apuesta: hacer de un solo chiste (viejo y malo, además) todo un libro. Aunque el libro que salió resultó muy breve, casi un chiste de libro. Y también fue un homenaje, muy en clave, a un amigo muerto. Ahora que lo pienso, la mayoría de mis libros tienen algo de apuesta y algo de homenaje, apuesta en la forma, homenaje en el contenido. (¿O será el revés?)
—En “El secreto del presente”, una de las cuatro novelas que componen el volumen “Las aventuras de Barbaverde” (2008), encontramos un Egipto sorprendente. Como escenario, parece más bien un elaborado pastiche en el que se acumulan tópicos y anacronismos de muy diversa procedencia. “La princesa primavera” (2000) o “Yo era una niña de siete años” formarían también parte de un grupo de novelas en las que el pastiche predomina a la hora de amalgamar la acción. ¿De dónde viene esa necesidad de trabajar con tópicos y encajarlos en situaciones aparentemente disparatadas?
—Usar los clichés de la cultura popular más plebeya (cómics, teleteatro, cine malo) es una medida de economía; con pocos recursos queda planteada una situación, reconocible porque ya está en el inconsciente colectivo. Al librarse del trabajo de construcción de los antecedentes del relato, uno puede dedicarse a cosas más interesantes, como la modulación de los sentidos, la multiplicación de los detalles, la creación de atmósferas.
—En “Los juguetes”, incluido también en “Las aventuras de Barbaverde”, el sabio loco de turno intenta sustituir la realidad por un simulacro para dominar el mundo. Tal vez, la novela en la que plantea esta sustitución de la realidad por un simulacro de manera más radical sea “La prueba” (1992), en la que unas adolescentes causan una matanza en un supermercado en nombre del amor. ¿Considera que este tema recurrente en su obra alude al síntoma de alguna enfermedad social? ¿O se trata, simplemente, de un mecanismo literario?
—No, no creo que haya enfermedades sociales. Eso sería una metáfora, y bastante peligrosa. Una profesora que escribió sobre mí dijo que lo único que encontraba en común en todas mis novelas era la problematización de la realidad, o del concepto de realidad. No sé si será cierto, pero me gusta cómo suena. De hecho, es bastante obvio: para alguien que se decide a escribir literatura, la realidad tiene que haber sido un problema. Si no, se dedicaría a otra cosa.
—Precisamente, el uso de clichés procedentes de la cultura popular no parece destinado a celebrarla sino, como bien dice la profesora, a “problematizar la realidad”. ¿Tendría que ver esta actitud suya con la buena acogida de sus obras en el ámbito académico?
—En efecto, creo que mis experimentos narratológicos, al estar construidos con una materia vil, quedan expuestos con toda claridad, servidos “en bandeja de plata” para profesores y tesistas. Los conceptos de Deleuze, por ejemplo, se necesita ser Deleuze para aplicarlos a Kafka o a Proust, pero cualquier principiante puede aplicarlos a mis novelas.
—¿Es por esta razón que se recrea en ocasiones parodiando un cierto lenguaje post-estructuralista?
—Si hay parodia, es involuntaria. No me gusta la parodia, está muy gastada como recurso literario, y si quisiera hacerla no me saldría: para parodiar un discurso se necesita estar bien parado en el discurso propio, y tener una seguridad en uno mismo que a mí me falta (nada me falta tanto).

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